El Endemoniado, personaje ficticio, fue el cuidador principal de los animales en la Posada El Cuervo durante los primeros años del siglo XVIII. Su profundo conocimiento sobre el comportamiento animal y su experiencia en el cuidado de equinos y ganado lo convirtieron en un pilar fundamental de la posada. Su habilidad para interpretar las señales de los animales era excepcional, lo que le permitía anticipar sus necesidades y responder de manera efectiva. Empleaba técnicas tradicionales de cuidado animal, como la observación detallada de su comportamiento y la administración de remedios herbales. Los caballos eran alimentados con avena, cebada y heno de la mejor calidad, mientras que los animales de carga, como mulas y bueyes, recibían forraje más fibroso.

 

El pasado del Endemoniado estaba envuelto en misterio, lo que añadía una capa de intriga a su figura. Se decía que había llegado a la posada hacía muchos años, huyendo de un pasado turbulento y sin revelar nunca sus orígenes. Algunos aseguraban haberlo visto en compañía de lobos en los bosques cercanos, lo que alimentaba los rumores sobre una posible conexión con la naturaleza salvaje. Sin embargo, su dedicación a los animales era incuestionable, y su presencia tranquilizadora calmaba incluso a las criaturas más asustadizas.

 

A pesar de su apariencia desaliñada y su tendencia a la soledad, había desarrollado una relación especial con los animales bajo su cuidado. A menudo se le veía susurrando palabras suaves a los caballos mientras los cepillaba, o examinando atentamente a una mula enferma. Su conocimiento de las hierbas medicinales era extenso, y creó una serie de remedios caseros  altamente efectivos para tratar dolencias comunes de los animales.

 

Su figura enigmática dio lugar a numerosas leyendas y supersticiones entre los viajeros que frecuentaban la posada. Algunos lo consideraban un sabio curandero, mientras que otros lo veían como una figura oscura, de la que era mejor mantener las distancias por temor a contagiarse de su supuesto hechizo.

 


Hechizo de la Luna Salvaje

Se decía que, cuando la luna llena ascendía y bañaba con su luz plateada los bosques que rodeaban la Posada El Cuervo, el Endemoniado realizaba un ritual ancestral para conectar con los lobos, sus compañeros en la oscuridad. Envuelto en sombras y bajo el resplandor lunar, salía al claro del bosque con una bolsa de cuero que colgaba a su costado, llena de raíces, huesos, y ramas de enebro.

Al llegar al lugar sagrado, donde los árboles parecían susurrar secretos antiguos, dibujaba en el suelo un círculo con cenizas negras que guardaba desde tiempos inmemoriales. En el centro del círculo, disponía cuatro piedras, representando los puntos cardinales, y en cada piedra colocaba un trozo de carne cruda.

Con una voz baja y gutural, comenzaba a recitar palabras prohibidas, de una lengua olvidada:

“Uruz, Ansuz, Hagalaz, Othila, despierten los hijos de la luna, despierten las almas errantes del bosque. Yo soy la sombra que los guía, yo soy el hermano que los llama. En este suelo ofrezco mi sangre, y en este cielo alzo mi voz. Que los vientos traigan su aullido, que la luna selle nuestro pacto.”

Tras estas palabras, el Endemoniado hacía una pequeña herida en su mano, dejando caer tres gotas de sangre en cada piedra. De inmediato, los lobos aparecían entre las sombras, sus ojos brillando como brasas bajo la luz de la luna. Rodeaban el círculo, caminando en silencio, con una mirada que mezclaba respeto y sumisión.

El Endemoniado se arrodillaba, hundiendo sus manos en la tierra y, con los ojos cerrados, susurraba el último verso del conjuro:

“¡Koronn, Elghor, Varn! ¡Soy uno con ustedes, hijos del bosque, hermanos de la noche! ¡Que mi carne sea la suya, que mi voz sea su aullido!”

En ese instante, los lobos comenzaban a aullar al unísono, como si compartieran el mismo espíritu. Al concluir el ritual, el Endemoniado, ahora más animal que hombre, se levantaba y caminaba junto a ellos, perdiéndose en la profundidad del bosque hasta el amanecer.